La escuela francesa asume el concepto de pueblo como aquella comunidad de tradiciones y de costumbres, en el común devenir histórico y particularmente en elementos espirituales como la conciencia de constituir una unidad, la voluntad de desarrollar su vida bajo una autoridad común.
Es importante hacer una distinción, que se asentará en la doctrina política moderna, entre el concepto de nación, más genérico, del concepto de pueblo, más concreto; la noción de pueblo, en debates más contemporáneos, bajo el estudio de autores como Héctor GROS-ESPIELL o Raymond Ranjeva, destacados penalistas internacionales cuyas obras repercuten hoy día en el derecho internacional desarrollado desde el seno de las Naciones Unidas, tomará un carácter universalista peculiar orientado a su aplicación en el derecho internacional.
Estas visiones coincidirán y buscarán unificar las visiones de la Escuela Alemana y la Escuela Francesa sobre aquello que significa “pueblo”. Dentro de este marco, y en nuestro contexto, particularmente para el “humanismo cívico” de Simón Bolívar, será influyente la visión rousseauniana, que, dentro de su visión de la sociedad política, identifica dentro de un mismo concepto el Estado y el Pueblo, que complejiza esta concepción de una “voluntad general” y la identificación del Libertador a la figura de un “Legislador”
Hermann Heller, destacado jurista y politólogo alemán, cuya obra se desarrolla entre finales del S.XIX e inicios del S.XX, distingue, dentro del concepto pueblo, dos acepciones, a saber, el pueblo como formación natural y el pueblo como formación cultural. Muchas veces es fácil inclinarse a la visión del filósofo y catedrático mexicano Augusto Basave sobre la significación del concepto de pueblo en orden a sus funciones que Blanco (1982) resume de la siguiente manera:
“a) El pueblo como población, término cuantitativo, que hace referencia a los hombres que habitan en cierto espacio geográfico. b) El pueblo como masa amorfa y neutra, ajeno a la actividad del Estado, que es un concepto negativo y pasivo. Coincide esta acepción, con el tercer estado formulado por Sieyès, cuando lo describió como el estado de los no privilegiados. c) El pueblo aclamador, que es guiado por su caudillo. d) El pueblo Como sujeto de la opinión pública frente a la gestión de la autoridad. e) El pueblo como sujeto de decisión política, es decir, como cuerpo electoral. f) El pueblo como mandatario, actuando a través de sus representantes.” (p.4)
Como queda reflejado el término “pueblo” es complejo e impreso de una carga histórica e ideológica y no desprendible. Tal como lo explica Palti (2005), el alumbramiento de un concepto de la nacionalidad, consustancial a la noción de pueblo será, como distintos autores señalan, un fenómeno tardío y sumamente complicado en América Latina; particularmente por la lucha por la independencia que “planteó exclusivamente en términos de un enfrentamiento entre «españoles-americanos» y «españoles-europeos», cada uno de ellos encarnando respectivamente los principios de la libertad versus los del despotismo” (Palti, 2005)
El catedrático español Rafael Calduch identifica, siguiendo a Amengual, tres grandes períodos o etapas en la evolución experimentada por el concepto de pueblo durante los siglos XIX y XX. Primera etapa: El pueblo como entidad jurídico-política (durante la Revolución francesa); Segunda etapa. El pueblo como unidad cultural (durante la primera mitad del siglo XIX); Tercera etapa: El pueblo como masas populares (finales del S. XIX e inicios del S.XX).
Así pues, la noción de Pueblo, podríamos entenderla como todos los miembros de una comunidad política, abstracción hecha de su origen étnico y de su grado de integración sociológica, donde será relevante en su formación la comunidad de origen y de la tierra, el idioma, la religión, las costumbres, el arte y la ciencia; prestando particular atención a su influencia en el hecho político, su participación institucional, siendo este pueblo categorizado de manera muy particular por las diversas corrientes ideológicas
A lo largo de los años los pueblos del mundo han intentado, a partir de la construcción de “proyectos históricos” instaurar e institucionalizar, legítimamente, formas de gobierno que encarnen al Soberano; presidencialismo, parlamentarismo, monarquías constitucionales, regímenes híbridos, entre otros. En el marco de un mundo globalizado está noción se expande y flexibiliza, a medida que se desdibujan fronteras, se configuran mundos virtuales, y se somete el sistema global a una brusca metamorfosis.
La cuestión medular de fondo, o al menos eso esperamos, es la legitimidad, de estos cuerpos políticamente representados. Esta reflexión, sin ánimos de limitarse a una declamación filosófica y política, se torna necesaria en un contexto global donde se coloca día a día en duda la efectividad, eficiencia, capacidad, e incluso legitimidad de los sistemas políticos; la irrupción violenta de un neo-populismo acentuado que se apoya en los temores, en escala de (i)racionalidad, de las sociedades, aflorando males estructurales como el racismo, la desigualdad, la xenofobia, un nacionalismo que raya en lo peligroso, y que pone a prueba los ideales y valores que han guiado el horizonte democrático que nos hemos trazado como tarea histórica.
La educación y el pensamiento crítico, se tornan antídotos urgentes para contrarrestar las grandes amenazas a la democracia y gobernanza global, así como para enfrentar los grandes desafíos que nos incumben como comunidad global