Donald J. Trump y MAGA (Make American Great Again o Hagamos EE.UU. Grande Otra Vez) vuelven a la Casa Blanca, siendo el segundo presidente en la historia de Estados Unidos que logra dos mandatos no consecutivos después de Grover Cleveland en el siglo XIX.
Al ganar en Carolina del Norte y dar la vuelta a Georgia, Pensilvania y Wisconsin, estados en los que había perdido ante Biden en 2020, Trump ha conseguido liderar también un cómodo control de los Republicanos del Senado, así como preservar la mayoría en la Cámara de Representantes. El margen de maniobra de la era Trump-Vance en torno a política tanto doméstica como exterior, desde el presupuesto de la Nación, hasta decisiones de defensa y nombramientos presidenciales es amplio, por decir lo menos. Se fortalece así en la mayor potencia del mundo una visión más conservadora de la vida, la sociedad y la economía.
La campaña de Trump, y la preocupación de sus electores, se ha centrado en tres pilares: fortalecer la economía e industria nacional, endurecer las políticas migratorias y consolidarse como la opción “anti-guerras” a nivel global bajo la premisa America First.
Pese a que la administración Biden-Harris ha logrado controlar los altos índices inflacionarios post-pandémicos, potenciados por importantes planes de estímulo, pero el costo social de una política monetaria restrictiva, basada en agresivas subidas de los tipos de interés, el aumento generalizado del coste de vida y la pérdida de poder adquisitivo ha sido el catalizador de un desencanto generalizado hacia los demócratas, logrando superar una campaña centrada en temas de interés social y cultural, seguridad internacional, de cooperación global basado en valores comunes de Kamala Harris.
Algunos de los mayores desplazamientos hacia los republicanos se produjeron en condados con una gran proporción de votantes hispanos. Los condados en los que los hispanos representan más de una cuarta parte de la población, como Texas y Florida, se desplazaron en conjunto 9,5 puntos a la derecha. Este análisis demográfico de los votantes de Trump ha dejado perplejo a la mayoría de los analistas, dada la retórica anti-migratoria de Trump, con repetidos apelativos contra minorías étnicas y raciales, prometiendo la mayor deportación de la historia de los EE. UU.; también es cierto que, en sus primeras declaraciones tras la victoria, Trump, consciente del impacto en la economía y capacidad productiva del país de una política cero-inmigración, ha apuntado hacia la migración legal. Naturalmente es fundamental fortalecer un sistema de gobernanza global que permita regularizar flujos migratorios inéditos, caracterizado por las denominadas “caravanas”, que en el caso de EE. UU. provienen mayoritariamente de América Latina. Pero la experiencia histórica a nivel internacional ha demostrado que sólo un abordaje global, basado en el respeto de los derechos humanos y el derecho internacional, que apunte al fortalecimiento de las estructuras institucionales y económicas de los países emisores resulta efectivo.
En lo comercial la nueva era Trump parece fortalecer el espíritu proteccionista que caracterizó su primer mandato, traducido en un aumento radical de aranceles a las importaciones, con mayor severidad a China, con la esperanza de fortalecer las empresas y fábricas estadounidense -que en efecto se enfrenta al igual que Europa a un proceso paulatino de desindustrialización- así como frenar el crecimiento e influencia del gigante asiático, y los niveles de dependencia. Lo cierto es que las consecuencias de este fenómeno probablemente afecten en mayor medida a Europa, en especial a industrias sensibles como los vehículos eléctricos, y en general a las cadenas de suministro y distribución a nivel global, cuyo grado de interdependencia, y fragilidad quedó al descubierto durante la pandemia.
¿Presenciaremos un retroceso en el paradigma de cooperación internacional como motor del desarrollo sostenible y un fortalecimiento de la retórica nacionalista? La respuesta aún no es definitiva, pero lo cierto es que el escepticismo se ha apoderado de muchas capitales especialmente en Europa, dado el recuerdo de la última administración Trump, donde las relaciones transatlánticas se vieron altamente erosionadas, en lo comercial, político, pero también en el área militar. La mayor interrogante en este respecto se presenta en torno a la continuidad o no del apoyo militar y financiero de Washington a Kiev, que ha sido crucial -junto al apoyo irrestricto de la Unión Europea- para resistir la guerra de agresión de Rusia contra Ucrania.
Durante su campaña, Trump prometió acabar con la guerra en Ucrania “en 24 horas” luego de su retorno a la Oficina Oval. No existen mayores señales de cómo sería esto, pero sí conocemos que el presidente Zelenski -en el marco de su última visita oficial a EE. UU.- se reunía también en Nueva York con el ahora presidente electo Trump para presentarle el Plan de la Victoria diseñado por Kiev. El compromiso de Trump con la OTAN también se coloca en tela de juicio, dada sus exhaustivas demandas a los miembros del Tratado de Washington de no cumplir con el objetivo de 2% de gasto del PIB en Defensa y aunque este panorama se ha ido reformando, los europeos están convencidos que es momento de fortalecer su unidad y Autonomía Estratégica, apuntando hacia una Unión Geopolítica siendo este precisamente el espíritu de la Comunidad Política Europea reunida hace unos días en Budapest. Sin embargo, la cercanía personal e ideológica de movimientos y líderes euroescépticos en el seno de diversos Estados miembros compatibles con la visión trumpiana de la política -como el caso de Orbán en Hungría- podría complejizar este horizonte.
Otro elemento de gran preocupación global es el conflicto Israel-Hamás; tanto la administración Biden-Harris como Trump-Vance han demostrado un apoyo irrestricto a la seguridad del Estado de Israel; pero el deterioro de la situación humanitaria en Gaza, y el temor de una escalada y confrontación regional a gran escala es motivo de angustia. El abordaje de Trump durante su primer mandato estuvo basado en posiciones más radicales, como el traslado de la Embajada de Tel Aviv a Jerusalén -pese a su estatus en el derecho internacional-, pero también el impulso de los Acuerdos de Abraham con miras a normalizar las relaciones diplomáticas entre Israel y el mundo árabe -con casos concretos como Marruecos y Emiratos Árabes Unidos- pero la situación actual es radicalmente diferente; la unidad del mundo Árabe en torno a la causa palestina es homogénea, y la petición de un cese al juego humanitario se torna global.
El Indo-Pacífico es y seguirá siendo una prioridad bipartidista para EE.UU. no sólo en materia de defensa como el caso de Taiwán y las pretensiones de hegemonía regional de China en esa zona. América Latina no parece ser una prioridad para Washington en este momento más allá del tema migratorio, cuyo abordaje está llamado a hacerse en conjunto a socios estratégicos como México.
Estamos en presencia del inicio de una remodelación geopolítica profunda, acelerada por una sociedad global que acentúa un curso pendular al momento de decidir, que las encuestas no logran asimilar, y a la que los académicos, medios de comunicación, y élites políticas no son capaces de interpretar.